I06 La entregaEscúchame bien. Hablarás sólo cuando te haga una pregunta. Si alguien más se acerca, responderás que no estás autorizada para hablar. ¿Entiendes? Asentí. Sus palabras me estremecían. Eres mi puta, me perteneces, tus orgasmos también, así que pedirás mi autorización para venirte. Nuevamente asentí confirmando que entendía sus órdenes. Ese gesto, también dirigido a mí, reafirmaba mi voluntad de someterme a sus más profundas fantasías.

 

Me colocó una venda en los ojos, un ancho collar de piel ajustado al cuello y sujeciones en mis cuatro extremidades. Con Él tirando de la argolla, me adentré a ciegas en su obscuridad. Tras un silencio sepulcral, surgieron infinidad de conversaciones. De fondo música, risas, el sonido de unas monedas, los disparos de una cámara, azotes y gemidos esporádicos. ¿Cuántas personas me observarían? Una mezcla de vergüenza, miedo y excitación me invadió.

Alza los brazos. El diminuto vestido voló por mis hombros. En seguida, encadenó mis muñecas a lo alto de una columna sobre la que quedé reclinada. Abre las piernas. Más. ¡Dije que más! Una barra separadora remató mi inmovilidad. Me encontraba vulnerable, expuesta, sometida, sin embargo, acompañando al miedo y a la excitación apareció un inexplicable sentimiento de poder.

Ahí estaba yo, esclavizada en medio de un salón repleto de desconocidos. Lucía unas botas negras que subían hasta la mitad del muslo, medias de red, un diminuto calzón de piel, una cinturilla de satín con encaje negro acentuando mi talle y un elegante sostén negro conteniendo mis blancos pechos. El atuendo se completaba con el collar que Él me había colocado. Vanidad y arrogancia que durarían poco.

Sin esperarlo, me convertí en objeto de lujuria colectiva. Aparecieron manos sobando mis piernas, cosquilleo de plumas en el cuello, garras arañando mi espalda y una rueda con picos metálicos surcando la piel expuesta. Mi cuerpo respondía. Me sacudía, me retorcía y temblaba. ¿De quién es esta puta?... ¡Qué buena perra!... ¿Será digna de su amo?... Usa mi látigo… ¿La vas a rentar? Hablaban como si no estuviera presente. Una risa nerviosa me invadió. Cuidado, eso también es una respuesta, me reprendió. No volvería a suceder.

Eres mía, para mi disfrute, para disfrute de todos aquí. De golpe, todas las manos desaparecieron. Era su presa. Me encontraba a la entera disposición de sus placeres. Rodeándome con un brazo, soltó los tirantes de mi sostén y lo desenganchó dejándolo caer. El filo de una tijera rozó mis piernas mientras jalaba mi cabello y mi cabeza hacia atrás. Con un gesto salvaje su lengua penetró mi boca y con su pulgar desdibujó mis labios rojos. Lo comprendí, era innecesario, superficial. A continuación, con las tijeras cortó las medias y el calzón, dejándome casi enteramente desnuda. El pudor apareció fugazmente. Desapareció con el primer azote.

Mi cuerpo se convirtió en su terreno de juegos y mi mente se turbó. El miedo, la expectación, la sorpresa, el dolor y la excitación confundieron me confundieron. Sus palmas azotaban mis nalgas, la lengua viperina de su látigo torturó mi espalda, mis pechos fueron víctimas de una pala de madera y de unas pinzas pesadas que tiraban de mis pezones. De tanto en tanto Él acercaba su cara a la mía, su aliento olía a café. Me sostuvo cara y cuello mientras me manoseaba lujuriosamente, usándome a su antojo. Yo no lograba pensar y con dificultad respondía a sus preguntas. Mi mente y mi ser estaban comprometidos a Su servicio.

Con los primeros golpes la piel de mis nalgas ardió, después el entumecimiento convirtió el dolor en calor, y mi trasero en fuente de excitación. Mis pechos en libertad, respingaban siguiendo los movimientos de mi cuerpo. Con cada golpe me retorcía, me contraía y a pesar de mi intención de mantener la calma y el silencio, gemía de dolor y placer, excitación y miedo, sorpresa y espanto.

Algunas personas se acercaron a hablarme. Palabras que entraban por mis oídos y se perdían en el camino. Perdí el sentido del tiempo, el contacto con el exterior y con mis propios pensamientos, el equilibrio y mis fuerzas. Los sentidos me dominaban. Estaba entregada a sentir.

Con ayuda de alguien más, Él me sostuvo desenganchándome manos y pies. Di algunos pasos y me sometió nuevamente, ahora contra una viga de madera horizontal que colgaba del techo a la que amarraron mis brazos, dejando mis pies libres sobre el piso.

¿Te gusta ser mi zorra? Asentí. Levanta el culo. Obedecí. Con gran maestría, me insertó una pieza de metal frío en el ano. Gemí al sentir el objeto penetrándome. Una vez dentro de mí, el dolor desapareció y en la parte trasera de mis piernas sentí la suavidad de una cola de animal que colgaba de mi trasero, transformándome en la zorra que había aceptado ser esa noche.

Me ordenó abrir las piernas y me estimuló con un vibrador. Sostenlo ahí. No lo puedes dejar caer. Debía sostenerlo entre mis muslos mientras que con los dientes sujetaba una correa de la que colgaba otro objeto. No debía dejar caer ninguno. El vibrador que custodiaba entre mis piernas me calentó y me estimuló provocando un entumecimiento incontrolable. Tan pronto lo sentí cerca, en voz baja y con un dejo de vergüenza, le pedí permiso para tener un orgasmo. Aún no, declaró retirando el objeto de mi placer.

El frío subía por mis pies descalzos y se colaba por los huesos. Sentía que estaba en medio de un patio al aire libre, desvestida, despojada de cualquier protección. Cuando pensé que no podía tener más frío, Él, recargando su erección contra mí, me empezó a recorrer el cuerpo con trozos de hielo. Me retorcí como nunca antes lo había hecho. Parecía un animal torturado tratando de huir. Gritaba, jadeaba, gemía. No podía contenerme. Él retiraba el hielo y recomenzaba su recorrido por otro camino. Yo no dejaba de temblar.

Después de un rato, me liberó. Dos pasos atrás, ordenó. Arrodíllate…coloca tus manos en el piso frente a tus rodillas e inclina tu cabeza. Unos instantes después sentí que algo había caído en mi espalda y me quemaba. Grité de miedo y dolor, arqueé la espalda, me levanté instintivamente. Las gotas calientes se escurrieron por mi espalda, haciendo que el calor se disipara y dejara de arder. La maniobra se repitió varias veces. En cada ocasión, la cera se atemperaba justo en el momento en el que pensaba que no lo toleraría más. Gritaba, saltaba, peleaba contra el ardor como animal salvaje. Fiera domada.

En algún momento, sus grandes dedos expertos penetraron mi vagina y unos segundos después me atreví por segunda ocasión a solicitar permiso para tener un orgasmo. Esta vez fue concedido. Le ofrecí un orgasmo como ninguno. Un orgasmo de cuerpo entero, de ser entero. Un orgasmo físico y emocional al tiempo. Descarga total de placer, de pasión, de tensión, de miedo, de espera, de culminación. Entrega total. Temblé y lloré un largo rato hasta que logré volver en mí.

Al día de hoy, cuando recuerdo la experiencia, me pregunto de parte de quién hubo mayor entrega.

Autora: Tayel

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