H caminaba cabizbajo por las calles de la ciudad, su semblante era de pocos amigos. Ojeroso con la boca ligeramente arqueada hacia abajo y el ceño fruncido. Aunque este hombre no era exactamente feo, su apariencia era terrible y lo peor es que él no se daba cuenta de que en el fondo estaba triste. Sin duda podría pasar desapercibido entre la multitud.
Una cara gris más absorbida por el mundo del trabajo. Pero el verlo a los ojos provocaba un sobresalto que en segundos guiaba a cualquiera al abismo y luego al desfallecimiento. Su mirada era violenta y seductora, invitaba a perderse en horas de desenfreno, a intentar cualquier cosa por verle sonreír. Él lo sabía y le daba miedo. Sabía que con hacer los gestos adecuados en el momento preciso, cualquiera se rendiría a sus pies y él tendría la oportunidad de esclavizar hasta la muerte, si él quería. La belleza de su abandonada costumbre estaba en convencer, jamás en obligar. El convencimiento era una forma de crear el más exquisito y seguro paisaje donde él habitaba y si querían tenerle, tendrían que entrar al juego. Recordaba con nostalgia cuando conoció a M y la condujo delicadamente por el camino de la transgresión hasta el placer infinito, que más tarde la enloqueció. Fue una verdadera lástima perder a M porque en su delirio se creía santa. Esa santidad aparente la privó del culo, parte del cuerpo por la que sentía devoción. Es sus mejores días, ella afirmaba que se sentía más ligera y los ruidos se escuchaban más distantes, como si estuviera bajo el agua cuando invitaba a H a su templo. Él se volvía un pirata que navegaba las profundidades de sus entrañas hasta hacerla llorar de placer. M desapareció de la faz de la tierra pero H la recordaba seguido. Si hubiese sabido donde estaba su cuerpo, ya habría plantado alguna flor que regaría cada semana con aquel té de color amarillo turbio que salía a chorros de su bronceado miembro. A M le hubiese conmovido aquel espectáculo.
Pero ahora estaba él y sus fantasmas alojados en una cámara digital, bebiendo una taza de café irlandés en una pomposa tienda al norte de la ciudad. Hacía frío y llovía y sin duda ese panorama le hacía sentir mejor aunque no dejaba de pensar en M porque temía volverse loco como ella. Desde hace algunos años había decidido alejarse de los paisajes dibujados por Eros porque le resultaba devastador que el placer por la trasgresión en las personas no era duradero. Existía un punto de quiebre que en el mejor de los casos orillaba a los hombres y mujeres de sus sueños a la locura. Los más cobardes terminaban huyendo o eran exiliados por el mismo de su sitio de confort. Ahora pretendía ser normal, ignoraba aquellas presencias que con la mirada retaban su aparente templanza y que asechaban su cuerpo como aves carroñeras. Tantos recuerdos le mareaban y temía que las náuseas fueran incontrolables. Si había algo que no soportaba era vomitar pero temía ensuciarlo todo y tener que disculparse. Caminó al baño y apenas tuvo tiempo para inclinarse sobre el lavabo, sintió que una parte del alma se le desprendía y su sorpresa fue que al pasar la mirada por el lavabo fue encontrar una pila de monedas en vez del revoltijo estomacal esperado. Un extraño frío le recorrió la espalda. No estaba drogado pero aquellas monedas estaban ahí y no sólo las veía, también las podía tocar. Estaba solo en aquel gran salón destinado para cagar, hubiera deseado que alguien entrara para hacerle recordar que aquello no era real. Hubiera preferido quedarse en su silla y manchar el bonito mantel azul de la mesa. Hubiera preferido quedarse trabajando todo el día, quizá así no hubiese tenido oportunidad de pensar. –Pero estás aquí, frente a lo que siempre soñaste- exclamó una voz femenina en un susurro provocador. Se imaginó a M, recordó el deleite con todos ellos y ellas, aquel momento en que del todo se llegaba a dos, luego a uno, luego a nada. La calma absoluta. H se desvaneció lentamente, sus ojos poco a poco se cerraban aunque alcanzó a ver su reflejo en el espejo. También vio tras de sí los cubículos del baño, los lavabos rente a él pero a ninguna mujer tras de sí, seguía solo.
H ya no estaba en el baño de la tienda pomposa, ahora se encontraba recostado en una habitación muy grande cuyas paredes estaban pintadas de rojo cobrizo y que tenía apariencia de galería. Cuando él abrió los ojos se sitió sobresaltado porque notó que estaba recostado sobre una tabla de madera suspendida por cadenas fijadas desde el techo. Estaba desnudo pero adornado por soberbias ataduras que se deslizaban por sus brazos y piernas con la finalidad de inmovilizarlo. Lo más interesante es que nada lo adherido a la tabla. No dudo en moverse toscamente hasta el borde y se dejó caer. Se golpeó la cara, el labio le sangraba ligeramente y pudo contemplarse gracias a que frente a él había un espejo. Tras de sí había muchas pinturas de paisajes y aunque en ese momento sentía una mezcla de horror y desolación, su mirada se perdió en el cielo rosado y nuboso acompañado por el mar encrespado. Se sentía en la costa, saboreaba la humedad y casi podía sentir como las olas frías le besaban los pies. Sentía que era una vista conocía, él había estado ahí. De repente una patada en las costillas le robó el aliento. Recibió golpes en la cara, uno tras otro hasta que entre sangre y sudor pudo reconocer la sensual figura de M lamiéndole los pómulos y cortándole las ataduras. Rápidamente M se incorporó, corría y bailaba por la habitación utilizando un vestido hecho con tela de red negra. Sus curvas se acentuaban entre rombos y su cabello aunque revuelto, lucía oscuro y espléndido cayendo por sus hombros casi desnudos. H estaba deleitado, su cuerpo estaba inyectado de vida a pesar de los rasguños y cortadas. Quiso seguirla pero ella fue más rápida y se sumergió en el cuadro que minutos antes H sentía que habitaba. H tuvo miedo de imitar aquel movimiento pero al acercarse percibió el olor a sal y escuchaba el eco de las olas adornado por las risas de M. H volteó, vio el espejo, la tabla de madera, a él mismo contemplándose y de repente lo supo. Estaba frente al mar de Japón; la tierra del delirio, la recompensa, la nada. M estaba ahí. Y ahora los papeles se invertían, después de la violencia desenfrenada seguía la calma. Aquella calma que sofocado por tanto tiempo por seguir fingiendo. Era el momento de dejar a un lado el pensamiento y entregarse a los sentidos. Al mar, a la sal en las heridas, a los besos de M y sus susurros enloquecedores. Se entregaba a él mismo y sus dolores. Se puso de pie frente al cuadro y cruzó.
Afuera habían descubierto la pila de monedas en el baño, se abalanzaron sobre ella. Su café se enfriaba y la lluvia no dejaba de caer.
Autor: Rashel