Caminas por esa angosta calle y recta, iluminada casi exclusivamente por la luz de la luna. El silencio sepulcral de la noche parece anticiparte eso que mereces, reconoces y quieres. Llevas tus pasos al ritmo del susurro de un grillo que a lo lejos se oye. Termina la calle y te detienes frente al edificio de ladrillos de cáñamo y cal, tal como te lo indicaron. Te acercas al pequeño portón de madera roída por el tiempo y tocas tres veces, pausadamente… así, tal como te lo indicaron.
Giras el picaporte. Entras. Cierras. Lo que ves es lo que esperas. Dejas tu bolsa en el piso y sin más, te quitas la gabardina que cubre tu figura perfecta. Desnuda, con tan sólo tus brazaletes desgastados de cuero negro en muñecas y tobillos quedas a su servicio. Veinte segundos inmóvil y un hombre con los dientes plateados aparece como una sombra que se mueve al unísono de tu suspiro contenido. Se acerca a ti sin titubear.
Hueles su sudor, su excitación, su aliento, su perversa intención.
Su imponente tamaño comparado con el tuyo te hace sentir frágil y endeble, desvalida e insignificante. Te gusta.
Te toma de la mano y te lleva consigo. Confías en el consenso ya entendido entre los dos. Cruzan el pasillo y llegan a un pequeño patio. Alrededor existen varias puertas que tú conociste hace tiempo. Puertas separadas estratégicamente una enseguida de otra. Hoy será la puerta 5. Giras tu cabeza, la identificas y sólo afirmas. El hombre de los dientes plateados saca de la bolsa de su pantalón de mezclilla ajustado un pedazo de tela negra y la amarra a tus ojos. Te dejas llevar por el empuje de sus manos en tu espalda y entran. Se cierra la puerta tras de ti y esperas. Hueles.
El olor… ese olor característico de cuero usado, humedad fría, orines secos… es el olor que llevas impregnado desde que probaste por primera vez la sumisión, el entregarte a la voluntad de otro, a la voluntad del hombre aquel y en el libro de tus pensamientos siempre vuelven esas imágenes de aquella primera vez, y que en cada sesión se repiten a un nivel superior.
Tu mente regresa. Tus manos son alzadas y un arnés es enganchado a tus muñecas. El ruido de una máquina que se enciende despierta aún más tus sentidos. Tu cuerpo se eleva y ahora cuelgas de una altura que tú no alcanzas a medir. Sientes la presión del peso de tu cuerpo. Sonríes nerviosa, pero lo disfrutas. Tu cuerpo se bambolea. Poco a poco, lentamente. La máquina se apaga. El hombre acaricia tu tobillo derecho. Sientes sus labios besar la planta de tu pie y después te muerde el talón. Te quejas. Callas. Sientes el amarre de una cuerda que rodea ese tobillo y tu pierna se estira hacia un lado. El hombre acaricia tu tobillo izquierdo. Sucede lo mismo. Te quejas. Callas. Abierta de piernas quedas y el aire te penetra sigilosamente por tu hueco abierto. Sólo minuto y medio pasa cuando tú humedeces. Lubricas. Escurres. La lengua del hombre de los dientes plateados se desliza por alguno de tus muslos. Sube limpiando la secreción viscosa que segregas. Te excitas y gimes calladamente. No hay mayor ruido más que el de tu placer. Pasan los minutos. Aguantas la supeditación a la que te entregas.
El ruido de la máquina que ahora ya conoces se enciende de nuevo y altera tus sentidos. Tu cuerpo baja hasta quedar completamente entumido y extendido en el piso. La máquina se apaga. Te desatan las muñecas. Estiras tu cuerpo y las manos del hombre presionan tus piernas. Te acarician hasta llegar a tu sexo. Lubricas. Escurres. Jadeas sin parar, te retuerces y gritas. No importa que grites por placer, sabes que nadie oye. Gritas. Necesitas tiempo para recuperarte… Cumpliste para él. Cumpliste para ti.
Te dejas llevar por el empuje de las manos del hombre de los dientes plateados hasta la puerta de salida. Te dejan ahí y quitas el amarre de tus ojos. Treinta segundos inmóvil y regularizas tu vista. Te pones la gabardina. Agarras tu bolsa y sales complacida.
El silencio sepulcral de la noche se vuelve cómplice de la decisión que tomaste. Caminas por esa angosta calle y recta, iluminada casi exclusivamente por la luz de la luna. Satisfecha regresas a casa llevando contigo eso que merecías, reconociste y quisiste. Tu familia te espera.
Título: Eres Corteza
Autor: Cuerox Dafó