He perdido la noción del tiempo, no tengo la menor idea de cuánto llevo aquí colgada. El frío me ha entumecido las extremidades, apenas puedo mover los dedos.
El lugar en el que me mantiene cautiva tiene un desagradable olor a encierro y humedad. Escucho desde hace horas un constante goteo. No sé cuánto tiempo más podré soportar, mi cuerpo pide a gritos un descanso, aunque aún conservo el ardiente y perverso deseo de que continuar hasta el final...
Creo que han pasado alrededor de tres días desde la última vez que fui libre. Ese día había sido como cualquier otro, volvía a mi casa pensando en las posibilidades de comprar aquella costosa lencería que vi hacía un par de días, era un juego precioso de liguero, medias y corsé, todo en color negro, tal y como me gusta. Debí poner más atención en lo que me rodeaba, pues justo cuando metí distraídamente la llave para abrir la puerta, me cubrieron los ojos y la nariz con un pañuelo empapado. Perdí el conocimiento.
Desperté tiempo después amarrada en una posición sumamente incómoda: mis tobillos y mis muñecas estaban unidas por la espalda, y mis manos sostenían algo que supuse era una placa de vidrio, pesaba demasiado. Moví la cabeza tratando de deshacerme de lo que me cubría los ojos, pero fue inútil, igual que mis esfuerzos por sacarme de la boca lo que me impedía gritar. Escuché pasos. Había más de una persona, me usaron como mesa durante un rato, lo supe por el sonido de los cubiertos golpeando la vajilla y el movimiento sobre la placa, pero no mencionaron ni una palabra durante el tiempo que estuvieron conmigo. Me sentía extrañamente feliz.
Después de un rato los pasos de una sola persona se dirigieron hacia mí, sólo quedábamos él y yo. Me quitó el peso del cristal. El cuerpo me dolía. Sentí sus manos desatándome. La manera en que las cuerdas se deslizaban sobre mi piel me provocaba pequeñas descargas eléctricas; era delicioso. Sin darme cuenta me encontré inclinada hacia adelante, con los codos y las rodillas juntos sujetados fuertemente, se me adormecían, y aunque el rigor del suelo hacía más tortuosa mi posición, yo realmente lo disfrutaba.
Sin previo aviso sentí caer sobre mi espalda un líquido hirviente que me quemaba, turnándose con agua helada. El cambio de temperaturas me hacía estremecer. Se detuvo tan sólo por un minuto. Olía a alcohol. Me bañó con el. Después, un dolor horrible me atravesó. El filo quirúrgico de una navaja me dibujaba todo tipo de figuras a lo largo del cuerpo. No podía contener mis lágrimas. Suplicaba tanto como podía, pero la mordaza en mi boca evitaba que cualquier sonido saliera de mi boca. Sentí el cálido peso de mi sangre recorriendo mi piel, los hilos rojos brotaban como una perfecta sinfonía, tal como si el dolor y el deseo marcaran el ritmo de su salir.
Traté de contenerme, pero el dolor se tornó insoportable cuando un segundo baño de alcohol me cayó encima, seguido de calor, mucho calor. El olor de mi vello corporal quemado se apoderó del lugar. Me desmayé.
Cuando abrí los ojos me vi frente a un enorme espejo: el cuadro que encontré era absolutamente perfecto, estaba suspendida del techo, vistiendo aquella lencería en la que tanto había pensado; las marcas en mi cuerpo lucían horribles, algunas aún sangrantes. Era una escena digna de admiración. La atmósfera que me envolvió me hizo palpitar, y fue el deseo lo que me embriagó. Estaba en el lugar correcto.
Miré a mi alrededor, una habitación vacía, tan sólo el espejo y yo. Mi respiración se agitaba cada vez más, y pude sentir una punzada en mi interior que me hizo retorcer. Estaba empapada y no paraba de temblar, pero esta vez no era por el frío.
Luché contra el cansancio tanto como pude, pero al final no pude evitar cerrar los ojos.
El olor de la comida me devolvió la conciencia, mis ojos estaban cubiertos de nuevo, sin embargo hacía tanto que no comía que mi boca se llenó de saliva. Me llevaron en cuatro patas jalada por el cuello hasta el lugar donde comería, y algo como unas pinzas me mantuvieron la boca abierta durante el tiempo que me alimentaron, haciendo que la comida pasara directo a mi garganta, me provocaban una desagradable sensación de ahogo. Fueron retiradas cuando me dirijió la cabeza hasta un plato con agua.
Me levantó del suelo y por primera vez sentí la calidez de sus manos rozando mi cuerpo, delineó mi rostro con un dedo. No tenía ni la más mínima idea de quién era, pero yo sentía cada célula de mi cuerpo estremecerse al contacto con su piel, me invadió la lujuria. Sentí su respiración acercarse lentamente a mí, atento a cada reacción de mi cuerpo, y aunque yo trataba de controlarme no lograba conseguirlo. Supe que se había dado cuenta de mi pensamiento cuando aproximó su boca a la mía; se detuvo a poco menos de dos milímetros, y después de lo que me pareció una eternidad, me besó por primera vez. Pegó su cuerpo completamente al mío y noté cómo él sentía la misma excitación que yo; me presionó fuertemente contra él. El juego comenzaría de nuevo.
No volví a ver nada más allá del antifaz que cubría mis ojos. Mi mente trabajaba a marchas forzadas. Sentí un par de esposas atrapar mis muñecas, tiró de la correa del cuello y me dirigió a un auto. El recorrido duró unos minutos. Jamás supe la hora ni el día en que me encontraba, pero por el frío que me recorría supuse que estaba entrada la noche, y yo no vestía más que unos tacones y los accesorios que cubrían mi rostro.
El ruido producido por las voces de quién sabe cuánta gente se paró de golpe cuando entré al lugar. Me dirigió hasta algo como un sillón y me recostó sobre él. Pasó algunas cuerdas sobre mis piernas, obligándome a separarlas con cada extremo del asiento y levantó mis manos aún esposadas hasta el otro extremo. Otra vez me encontraba inmovilizada. Un par de minutos después, el frío de pequeñas cosas sobre mi cuerpo me sacaron del trance en el que me encontraba. Ya no era una mesa sobre la cual comer, ahora el plato. Durante un largo rato sentí varias manos quitar y poner más comida sobre mí, y el único sonido que escuchaba era el de sus bocas al masticar. No entendía por qué eso me provocaba tanto, pero creo que fue evidente para todos, pues sentí más de un dedo recogiendo el líquido que salía de entre mis piernas, acompañado del sonido de su saborear. Me sentí avergonzada hasta que sentí sus manos jalándome del cabello dirigiendo mi boca a la suya, y aún con la mordaza puesta, volvió a besarme.
Cuando volvimos al lugar de mi encierro, me amarró de tal manera que no pudiera separar las manos de mis costados y me metió a lo que imaginaba era un féretro, pues no tenía mucho espacio para moverme. Esa noche dormí como jamás lo había hecho, me sentía como nunca antes, totalmente libre.
Después de lo que me parecieron semanas de haber dormido, el sonido de la tabla que cerraba la caja moviéndose me despertó de golpe. Jaló de la cadena de mi cuello obligándome a levantar, me desató con un par de movimientos y me llevó a comer. Me sorprendió la delicadeza con la que me alimentaba, incluso pensé que se trataba de una persona diferente, pero el toque de sus manos era el mismo.
Cuando terminé de comer me llevó a una tina, el agua caliente hacía que las heridas de mi cuerpo hirvieran como el día en que fueron hechas. Grité. Él me cubrió la mano con la boca para después darme una cachetada, no debí gritar. Me lavó completa y cuidadosamente, a excepción de los ojos, que jamás me fueron destapados.
Aún mojada me dirigió hasta un sillón en el cual me ató al respaldo, con las manos hacia abajo. Perdí la cuenta de las veces que fui azotada con un rígido flogger de cuero. La piel me ardía, y nuevamente sentía mi sangre escurrir.
Lo escuché caminar hacia mí, me jaló del cabello hacia atrás y susurró “puta” al oído. Fue la única vez que lo escuché hablar. Después de eso y sin piedad alguna fui sodomizada con todo tipo de objetos, y justo cuando un grito se me escapó, metió una bola grande en mi boca impidiendo que pudiera emitir sonido alguno, sólo mi saliva escurriendo podía salir de ahí.
Se fue por un rato, dejándome con tantos objetos insertados como me era posible y a su regreso escuché el sonido que hacen los cartuchos de butano al ser usados. Mis lágrimas comenzaron a caer. El hierro caliente en una de mis nalgas me provocó el peor dolor que había sentido hasta ese entonces, juraría que mi corazón se detuvo por un momento, era insoportable.
Ahora me encuentro aquí, haciendo equilibrio en un pequeño espacio, el resto de mi cuerpo está recargado en una tabla y mis brazos están extendidos, creo que es una cruz.
De pronto un silencio casi sepulcral invadió la habitación, ni siquiera estoy segura de mi respiración, no escucho nada. Tampoco soy capaz de distinguir el sentimiento más fuerte en mí. El miedo me ronda desde hace horas, jamás había estado tan aterrada como en este momento, sin embargo, me siento a un paso del nirvana, casi asfixiada por el placer que todo esto me produce. Nunca creí en cielos ni en infiernos, pero ahora sé que existen, pues cada golpe y cada centímetro de mi piel que ha sentido dolor son parte del único infierno que me lleva a ese espacio en el que no existe nada, ni siquiera mi cuerpo; un lugar en donde sólo existe esto que siento, y eso es el cielo.
Lo escucho caminar hacia mí y nuevamente me seduce el exquisito roce de las cuerdas sobre mis manos, las amarra de modo que la palma queda expuesta, y entonces lo siento: mi mano está siendo perforada con un enorme clavo. Me es imposible callar mis gritos de dolor. La boca me sabe a sangre. Casa golpe del martillo me hace delirar. Le suplico que se detenga y sorprendentemente lo hace, pero mi alivio se esfuma al darme cuenta de que solamente lo hizo para dedicarse a la otra mano. Estoy temblando de dolor. ¿Qué piensa hacer ahora? Perfora mi abdomen, profundamente, lo sé...
Y por un segundo, justo antes de que la luz dentro de mí se apague para siempre, el antifaz de mis ojos cae al suelo, y entonces lo puedo ver: es Yoss.
Autora: Rebeca Salander