CUENTO GANADOR DEL PRIMER LUGAR DEL JURADO SIBARIS 2018

No hay felicidad o dolor que sean sólo físicos, siempre intervienen el pasado, las circunstancias y otros hechos de la conciencia.

—Jorge Luis Borges (Atlas)

i06Fuete“Tu padre siempre me azotaba con el mismo fuete que tu abuelo usaba para pegarle a los caballos y a los puercos”, me contó mi madre el día que, con llanto en los ojos, me pidió perdón por la forma en que me había educado: un rato a fuetazos y otro rato a mimos y caricias. Esa fue la única forma en que aprendimos a amar y a dar amor las mujeres de toda mi familia.

Esa plática tuvo lugar un día como hoy, nunca lo olvidaré, unas horas antes de la tradicional reunión navideña, cuando mi madre y yo dábamos los últimos toques a la cena; sólo que aquella vez no estaba con el culo al aire, ansiosa de recibir el primer latigazo. Lo que recuerdo es que ese día fue la última vez que le di importancia a estas fechas, ahora tan carentes de sentido para mí, si es que alguna vez lo tuvieron.

Mi abuelo era un bruto de campo acostumbrado a tratar a golpes a los animales; y como por aquellas épocas una mujer, según la salvaje lógica del viejo, no se diferenciaba demasiado de un animal, bien podía recibir el mismo trato. Naty, mi abuela, era la mejor en todo el pueblo para ordeñar vacas, echar tortillas, peinar trenzas, contar cuentos… Y, ante el silbido que cortada el aire del fuete de aquel diablo, era la más rápida y la más pulcra para tener limpia la casa, servir la cena, atender al hombre; era sumisa. Aunque esto último acaso fuera involuntario. Ahora, aquí, mientras libremente me declaro sumisa y siento cómo el aire frío de diciembre congela mis nalgas, lo cual seguro hará más doloroso el golpe, imagino cómo sería Naty en las lides amorosas; y cómo sería ese viejo cerdo. Los imagino desnudos, desnudos y tal vez tristes, en la oscuridad, o tal vez apenas iluminados por el titilar de una vela. Aquel hombre endurecido por el campo y, sobre todo, por la educación de su padre y éste de su padre… aquel hombre llegaba desnudo a la cama de mi abuela, despojado de sus ropas sucias, de su ego, de su voz fuerte, de su fuete. Tal vez y sólo tal vez en ese instante mi abuelo se sintiera débil, inocente, perdido, acorralado frente a las piernas abiertas, abiertas y fuertes, de mi abuela. Y al otro día lo mismo: las ordenes del cabrón, el ensordecedor llanto de los cerdos, el relincho de los caballos, el miedo condicionado de Naty.

A mi madre le hubiera gustado cambiar las cosas. Pero no; una vez sembrada la semilla, difícilmente muere la raíz. Casaron a Julia apenas cumplir los quince, y mi tía Petra fue la que se quedó a vestir santos, aunque ella misma no tuviera nada de santa. Es cierto que mi madre, como yo, nunca fue muy agraciada; Petra sí. El problema con la tía era que su sobrada sumisión no le hacía gracia a nadie, ni siquiera a mi abuelo, tan acostumbrado él a mandar. Todo mundo pensaría que una mujer tan pulcra y tan obediente como Petra no tendría ningún problema en encontrar marido y ser una mujer de bien. El caso es que nunca se saltó las reglas, nunca faltó a las órdenes del abuelo… y no faltó a la solicitud de mi padre.

A los hombres, creo, no les gusta golpear sólo por golpear; lo que verdaderamente les seduce, les excita, es el poder doblegar la voluntad de una mujer. Así, les gusta que se les oponga resistencia. Pierde el encanto una mujer que deliberadamente cede su voluntad. Petra, tráeme esto; Petra, lava la ropa; Petra, acompáñame al campo y no le cuentes a nadie. Y ahí estaba Petra, puntual, sin dar absolutamente ningún motivo para ser golpeada; su voluntad estaba rendida ahí; porque así la había educado Naty, y a ésta su madre y la madre de su madre.

Julia no, Julia siempre quería escapar; Julia no ordeñaba las vacas, nunca aprendió a echar las tortillas y nunca pudo poner la mesa a tiempo. El día que la obligaron a casarse con Pedro, porque la dote era buena, se deshizo las trenzas y llegó a la iglesia con el vestido manchado de tierra; la tuvo que llevar mi abuelo a punta de fuetazos.

Y aquí estoy yo, intentado llegar a la vida en medio de un cruel invierno, la noche de bodas; tan así, tan por cumplir el protocolo. El abuelo le cedió el fuete a mi padre: “pa’ que la eduques, cabrón”. Yo llegué a los nueve meses, por cesárea, porque desde ahí mi madre me enseñó a resistirme, a hacer mi voluntad.

Se escapó de aquel pueblo mugroso al que nunca hemos vuelto. Pero la sangre llama, pero las costumbres, por muy revolucionaria que una se sienta, se imponen. Aquella noche, mientras pelábamos tejocotes y horneábamos el pavo, mi madre me pidió perdón por todas las palabras mal dichas, por todos los golpes, por toda la rabia. ¡Nunca, escúchame bien, cabrona, nunca dejes que un hombre te pegue! Traía mi madre atorada la furia de tantos años. A tu padre le gustaba azotarme con el mismo fuete con que tu abuelo le pegaba a los cerdos y a los caballos. Y luego me abrazaba.

Así me educó Julia, a veces a fuetazos; otras, a caricias y palabras de consolación… cuando ya me había dicho hasta de lo que me iba a morir… y ya me había marcado las nalgas.

Con eso, siempre creí que el amor era aquello y no ninguna otra cosa. Crecí, fui al colegio, conocí a otras chicas y sí, a los chicos. Los chicos, bueno, ya se sabe, siempre serán unos brutos. En cambio las chicas… las chicas siempre me hacían llorar. Nunca, nunca, dejes que un hombre te pegue. Entonces, yo siempre buscaba la compañía, la complicidad, el amor de otra muchacha. Pero siempre me hacían llorar: ¡maldita lesbiana! ¡sucia! ¡pervertida!…

Yo entonces ni siquiera sabía qué carajos era eso de lesbiana, qué era pervertida. Para mí el amor sólo era esto y nada más: un rato las nalgas al aire para recibir el golpe, otro rato un abrazo y palabras cariñosas; eso y nada más.

Seguí creciendo y buscando, buscando y aprendiendo. Al fin me di cuenta de que no, no era lesbiana. Simplemente era una mujer que sabía que por ningún motivo tenía que dejar que ningún hombre me golpeara. Y así fue… hasta hoy.

No todo pasa así, de un día para otro. El placer, a veces, llega como las olas del mar en calma. Comencé a frecuentar círculos, digamos, especiales. Las chicas ya no me hacían llorar; ya no me gritaban pervertida y a nadie le importa si soy o no lesbiana. Las seducía, fingía ser como ellas. Las llevaba a mi apartamento, las embriagaba, las desnudaba y así, en un rato, las obligaba a presentarme su tierno culo. Había veces que las cosas no eran tan fáciles; tenía que amarrarlas o colocarles grilletes para que se estuvieran en paz y me dejaran hacer. Lo demás era el fuete en mi mano. Las azotaba hasta dejarles cardenales en ambas nalgas. En ese momento no las acariciaba, no las besaba, no les hacía falsas promesas. Antes del primer golpe, me excitaba verlas ahí, desvalidas, atadas, con la voluntad rendida. Entonces, el fuete cortaba el aire. Daba una y otra y otra y otra vez hasta cansarme el brazo. Me servía un trago y dormía a su lado. Sólo, y sólo hasta la mañana siguiente las acariciaba, las peinaba y les decía “todo va a estar bien, ya verás que todo va a estar bien”.

Con el tiempo, inevitablemente, fui puliendo mi técnica; tanto para seducir como para manejar el fuete. Alguna vez quise ser revolucionaria y usar un látigo de nueve colas, obligarlas a usar un plug o, incluso, a hacer como gato o perro; aunque, definitivamente, sé que lo más humillante era colocarles una enorme máscara de caballo o hacerlas sentir como verdaderas puercas. La verdad es que todo eso nunca fue mi verdadero estilo; para mí sólo basta el fuete y las palabras.

Después de aquello, después de querer encontrar el amor en una mujer, alguna vez tenía que madurar. Madurar no es negar todo lo que uno ha sido y ha hecho; con gusto, si se me presenta la ocasión, volvería a uno de esos antros de lesbianas para seducir a una inocente joven de culo virginal. Pero estoy aquí, reconociendo mi propia sangre, mi herencia, presentándole las nalgas al cruel invierno.

Lo conocí hará un par de meses en el club Bondage de la Condesa. Me pareció elegante, bien educado, pulcro. Como suele suceder en estos casos, nos invitamos unas copas, charlamos de cualquier tontería y… Y salí corriendo. Siempre, siempre, estaba el maldito imperativo de mi madre: nunca, nunca, dejes que ningún hombre te pegue.

¿Y si yo lo quisiera? ¿Y si lo disfrutara? ¿Está mal querer disfrutar de lo prohibido? ¿Por qué no? Entonces nos seguimos viendo, ya fuera del club Bondage. Caminábamos por el parque, almorzábamos juntos, íbamos al cine… nos decíamos cositas de amor, como cualquier pareja; sólo eso y nada más… hasta hoy.

Cambié el fuete por la alegría de verle esperándome afuera de la oficina, el beso y el abrazo esperanzador al final de la noche, cuando se despedía para volvernos a ver al día siguiente.

Llegó el invierno y todo sigue igual; el amor, ¡el amor! Ayer fuimos a hacer algunas compras y, por casualidad, pasamos cerca de una tienda de juguetes, nuestros juguetes de adultos. Entramos y nos reímos como un par de adolescentes. Vimos un látigo de nueve colas y, bueno, tal vez eso esté bien para comenzar.

Lo confieso, siento miedo, aquí y ahora, con las nalgas al aire; siento un miedo terrible. Será la primera noche que él pase en mi departamento, será la primera vez que me deje azotar por un hombre.

Las últimas palabras de mi madre todavía resuenan en mi mente y creo que nunca las voy a olvidar: tu padre solía azotarme con el mismo fuete que tu abuelo usaba para golpear a los caballos y a los cerdos. Pero era tan pendejo que creía que no me había dado cuenta que a escondidas se veía con Petra, con la santa de Petra. Era tan pendejo que ni siquiera sabía usar bien el fuete de tu abuelo. Por eso me fui, por eso salí corriendo de ese pueblo mugriento. Al fin, todos los hombres son unos brutos.

Al menos tú sí sabes decir palabras de amor, pienso mientras te veo por encima de mi hombro. Te acercas a paso lento y me preguntas si tengo frío. Levantas la mano con el látigo y me dices que me amas, sé que me amas. Pero, ¿es eso suficiente? ¿Sabrás usar ese hermoso látigo de nueve colas o también tendré que salir huyendo?

¡Ah!

Por: Pierre Louÿs

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