Las luces de colores pintaron la habitación donde los amantes danzaban desnudos al ritmo de las cuerdas, él las pasaba por el torso de ella haciéndole una karada, un «gote» para inmovilizarle los brazos mientras le mordía el cuello, de vez en vez, hundiendo sus dedos en el sexo mojado de ella quien a su vez, se dejaba hacer concentrada solo en susurrar el nombre de él llamándolo Amo. La casa estaba decorada con luces navideñas y como único testigo de su placer, un pino adornado con luces, cuerdas, esferas y dildos de cristal. Él la miraba sonriente, a ella suspendida en medio de la sala con la boca abierta esperando ser usada cuando de pronto todo empezó a nublarse hasta quedar completamente oscuro.
Abrió los ojos tan abruptamente como pudo jadeando desesperado, la luz de la ventana lo cegó, nunca antes le había parecido tan intensa; los oídos le zumbaban, la cabeza le daba vueltas, una arcada le sobrevino intempestivamente, a punto estuvo de no llegar al escusado, luego de vomitar, se miró en el espejo empolvado, tenía los párpados hundidos y el rostro demacrado, tardó varios minutos en reconocerse en la imagen que se vislumbraba del otro lado del cristal roto.
Caminó por el derruido pasillo de aquel departamento, llegó a la sala, un espacio vacío con las ventanas tapiadas, una banco oxidado y frente a él, el viejo pino o al menos sus restos muertos: el tronco y unas ramas que se rehusaban a caer; de aquella navidad, solo la mitad de una esfera rota, colgando en una de las ramas secas, quedaba.
Cuan lejos quedaron las navidades donde él se perdía en la gran sonrisa de aquella mujer de tez morena y larga cabellera castaña que lo miraba con sus hermosos ojos avellana, grandes, grandes, llenos de inocencia y picardía mezcladas; sin embargo parecía que fue tan solo ayer cuando ella se paseaba a gatas por la sala, ronroneando hasta su regazo, usando tan solo un par de medias de encaje y estiletes negros, sosteniendo con su boca, una bolsa de tela con esferas para decorar el árbol.
—Apresúrate o no vas a llegar —sentenció una voz femenina.
Llevaba un impecable traje negro con una corbata vino; tan elegante el atuendo como triste su semblante. Iba de la mano de una esbelta mujer blanca de mirada penetrante y cabello corto. Llegaron a un enorme caserón donde un joven atractivo, ataviado tan solo con un gorro navideño y unas botas de Santa Claus, hacia de portero recibiendo a los invitados.
Cruzaron el jardín que estaba vastamente decorado con motivos decembrinos: luces de colores y un nacimiento, todo un poco retorcido, pues las figurillas de los peregrinos llevaban trajes de cuero.
Entraron al gran salón, ella con alto garbo, él encorvado, meditabundo; ella estiraba el cuello buscando a alguien, alguien que no encontraba, él no despegaba la vista de la puerta que daba al gran comedor de cedro que se hallaba en el extremo opuesto al lugar por donde habían entrado.
—¿Cómo la conociste? — cuestionó abrupta, la mujer blanca, él ni se inmuto y como respuesta solo obtuvo silencio.
Había sido en una navidad, varios años atrás, durante una cena justo como la que celebraba esa noche cuando él, siendo apenas un joven libertino en ciernes, se topó con la más hermosa criatura que la vida le hubiese podido poner en frente. Su andar por el mundo del placer inmoral, deambulando de fiesta en fiesta sátira donde gustaba de sesionar con extrañas y desconocidos a la vez, puliendo con ellos «en ellos, en su piel» sus habilidades con la fusta, el fuete, el látigo, la cera, las cuerdas, la humillación, la sisificación, el emputecimiento pleno, encontró su cúspide al encontrarla a ella.
La «Cena de la Luna de Diciembre» era El evento, marcaba el fin del año de orgías, azotinas y cuanto ritual lascivo podía gestarse en la mente de los habitantes de la Ciudad de los Palacios y él había sido invitado ni más ni menos que por una de sus anfitrionas.
—¡No encontrarán hembras más dispuestas a ustedes, ni hombres más entregados ni complacientes, de los que pondremos esta noche a sus píes!—exclamó una mujer de trenzas largas recogidas en chongo que usaba solo unas pezoneras y que blandía un enorme dildo negro sujeto a un arnés de cuero, con el que más tarde le haría pegging a algún hombre disponible.
—¡Hoy todo es permitido! —gritó un desconocido y la multitud reunida respondió con un alharaca.
Esa noche desfilaron sumisos y sumisas por doquier, Amos y Dominas los usaron como estaba escrito en las viejas ordenanzas y bajo los protocolos más suntuosos.
Un hombre yacía suspendido con cuerdas de cáñamo mientras era sodomizado, varias chicas servían de receptáculos del semen de los varones que, antes de sentarse a la mesa, pasaban a eyacularles en la cara, pechos, vientre y boca, la servidumbre iba desnuda, solo usando medias y tacones, con sus genitales expuestos, así fuesen mujeres u hombres, libres de ser usados. En medio de la mesa, otra chica hacía las veces de candelabro con velas en sus senos que escurrían cera sobre su cuerpo cubriéndole de a poco. Era un deleite para los sentidos, un ensamble meticulosamente diseñado para provocar; empero, en un rincón casi aislada de todo aquel aquelarre estaba ella: temblorosa, excitada sí, pero temerosa de ser usada. Una muñeca de piel canela y cabello largo, ojos grandes color avellana, caderas amplias que le dibujaban una muy sensual figura; sostenía una charola plateada grande, con copas de vino espumoso, blanco y tinto. Cada que pasaba un hombre o mujer y cogía una copa, la manoseaba a placer, ella se ponía roja y agachaba la cabeza, las piernas le temblaban y los pezones se endurecían, la humedad brotaba y ella simplemente agradecía por el hecho de ser usada. Estaba ahí, en la entrada del gran comedor, del otro lado de la sala, justo en el sitio de donde el hombre de rostro demacrado no separaba la mirada.
Se acercó, la miró con total descaro, tan impúdico como le permitió su retorcida mente, el tiempo dejó de importar cuando él posó sus ojos en ella y miró en el rostro ruborizado de aquella chica a la más hermosa y entregada puta. Tomó una copa de vino tinto, extendió su mano hacía el rostro de ella y brindó mirándola de frente, haciendo que ella lo mirase a los ojos por vez primera.
«Que a donde vayas, mi mano te lleve, que a donde vaya, tus pies me sigan. Que seamos uno sin dejar de ser dos y aún siendo dos tú seas una extensión mía. Que no me tiemble la mano para disciplinarte, que no te tiemble el alma para obedecerme. Que tu camino te lleve a ser mas libre cada día en tu entrega hacia mí, que mi camino me lleve a ser el artífice de tus fantasías. Que nunca nada, ni la muerte, me aleje de ti. Que vacíe de tu mente el todo y la llene solo de mí, para que al final seas tan mía, como yo siempre seré de ti. Salud y feliz navidad».
Fue suya, y él de ella también. Le enseñó cada perversión que conocía, exhibiéndola a la primer oportunidad, sometiéndola en cada momento, disciplinándola, convirtiéndola su instrumento favorito para saciar sus apetitos carnales. Luego de un par de años, la había moldeado como se lo había prometido aquella primera vez y con cada navidad, él construía al rededor del pino, un escenario de ensueño para pervertirla un poco más.
—Dicen que todos los pecados se redimen en navidad, por eso hay que pecar más —decía al tiempo que el látigo cortaba el aíre y caía en azote pleno sobre las nalgas de ella, marcándole la piel al ritmo de los aplausos de quienes la veían extasiada, tan puta como pocas, como ninguna en la vida, totalmente entregada a su Amo.
—¡Es la más puta y es mía! —, y bebía vino de la boca de su esclava, ese que escurría por su cuerpo cuando la botella de vaciaba; atada, expuesta, humillada, usada, siempre dispuesta a complacerle, bañada en su semen y en el de otros cuando él así lo decidía. Era plena, libre, suya, era vida.
De esas noches ya nada quedaba.
Pasaba la media noche cuando ella entró al salón, una muñeca dibujada en óleo y acuarelas flotando en un lienzo multicolor, su largo vestido negro de tela ligera transparentaba su senos y sus sexo, las piernas iban bordadas en cuerdas de yute multicolor. La mulata de piel canela y ojos avellana sonreía y brindaba con todos mientras orgullosa exhibía un collar negro con brocados en plata y un cascabel.
Miró sus manos, el hombre demacrado, ya no eran más las manos que noche a noche apretaban el cuello de aquella hermosa mujer morena mientras entraba y salía su falo duro del sexo empapado de ella; sabía que nunca más volvería a escuchar los gritos de placer que lanzaba en la cama de aquel departamento donde vivieron tantos años juntos, donde pasaron tantas navidades desnudos, nunca más lo volvería a llamar Amo, nunca más ella volvería a postrarse a sus pies, nunca más sería su musa, su sumisa, su esclava, su mujer.
—Ya la has visto, como lo deseaste. Ella siguió adelante he hizo su vida, ahora tu debes seguir tu camino —, le susurró la mujer blanca.
Él temblaba, sus ojos se llenaron de lágrimas y sus labios se secaron, quería acercarse pero no sabía si ella podría escucharlo, además, en tanto él era un despojo de lo que había sido, ella relucía con más brillo que el sol que lo había cegado esa mañana.
Pronto, solo una imagen le vino a la mente, la última noche buena que pasaron juntos, justo un año antes, también la única ocasión en que no habían asistido a la cena celebración. Él estaba en cama y ella, su más devota sirvienta, a su lado procurándolo.
—No me dejes —, le pidió, mirándola a los ojos.
—Jamás mi señor, siempre estaré a sus píes porque soy suya.
—Algo muy bueno debí haber hecho en la vida, que me perdonó todos mis pecados contigo,; pero es tiempo de volar, mi tiempo de volar al vacío, el tuyo, de volar a la libertad.
Ella lloró desconsolada, asiéndose al collar que le sujetaba firmemente el cuello: negro de piel con brocados en plata y un cascabel con su nombre grabado.
—No quiero libertad, no quiero nada, lo quiero a usted, lo necesito.
—Verte feliz una vez más, solo eso pido como mi último regalo de navidad.
»Que nunca nada, ni la muerte, me aleje de ti…
La vio, tal vez por única vez en su vida, con una tierna mirada, sin malicia, solo llena de amor. Luego cerró los ojos para siempre mientras llegaba navidad.
—Es tiempo de partir — le susurró la mujer blanca con un aíre melancólico al hombre demacrado.
Quizá tomar una copa de vino pero su mano solo atravesó el cristal y el liquido, de cualquier forma se deslizo por el viento hasta ella, atravesando, literalmente, a los invitados que la rodeaban. Conforme se acercaba, de nuevo su semblante se rejuvenecía, sus manos se fortalecían y sus ojos muertos apenas hacía poco, se llenaban de vida.
La miró, levantó su mano y brindó.
—Que a donde vayas, mi mano te lleve, Que aún siendo dos tú seas una extensión mía. Que tu camino te lleve a ser mas libre cada día. Que ni la muerte, me aleje de ti. Que al final seas tan mía, como yo siempre seré de ti.
Diciendo esto, él se desvaneció en el aíre mientras una brisa tibia, como una caricia, recorría el cuerpo de la chica desde su sexo hasta sus labios, Ella no supo porque, pero un sentimiento de paz la envolvió por completo y sintió la irrefrenable necesidad de levantar su copa y brindar, por su Amo.
—Salud y feliz navidad.
Por: Dolmance Alsak: