Habíamos sido invitados a una pequeña reunión navideña. Sería la primera vez que conviviría con algunos de sus amigos. Me gustaba la idea de conocerlos, pero, sobre todo, me parecía la oportunidad ideal para ver otro lado de Claudio.
Llevaba días pensando en mi arreglo para la fiesta y llegado el momento me tomé horas para hacerlo; no podía concentrarme en otra cosa. Me bañé con toda calma y me mantuve bajo el agua caliente fantaseando: imaginaba nuestra llegada, los diálogos que sostendríamos durante la velada, las opiniones que tendrían de mí esas personas que dentro de poco dejarían de ser desconocidos. Me ensombrecí los ojos con los tonos obscuros que sé que resaltan su claridad y delineé mis labios color rojo sangre. Llevé el cabello suelto acomodado al natural.
Elegí usar un vestidito negro entallado con dos transparencias que corrían en diagonal, una a la altura del pecho y otra cruzando el vientre terminando a un lado de la cadera. Antes de enfundarme en él, admiré mi imagen en el espejo. Llevaba puestas unas pequeñas prendas de encaje negro que me rozaban el cuerpo aumentando mi excitación, unos elegantes zapatos de tacón, aretes pequeños y la flamante gargantilla que él me había regalado. Estaba grandiosa. Me puse el vestido y salí de la habitación.
¿Siempre llevas zapatos altos?, preguntó recorriéndome con la mirada. Sí, me gusta cómo luzco y cómo me hacen sentir, contesté con seguridad. Sin necesidad de cumplidos, caminó hacia mí, con una sonrisa amplia tomó mi mano y nos dirigimos al auto. A lo largo del camino, mis piernas desnudas atrajeron su mirada.
El dueño de la casa nos recibió en la puerta con un abrazo. Los pocos invitados nos dirigieron toda su atención hasta nuestra llegada al salón en el que estaban reunidos y siguieron cada uno de mis movimientos mientras me acercaba para saludar. Después, con el rabillo del ojo capté unas sonrisitas que le dirigieron a Claudio. Su evidente aprobación me hizo crecer unos cuantos centímetros.
Me invitaron a ocupar un lugar en el sillón; quedé rodeada por sus cuatro amigos e incluida en la plática. Claudio parecía entretenido charlando con el anfitrión y cada tanto me dirigía una sonrisa orgullosa. Bebimos y conversamos mientras los asistentes me medían con la mirada, repasaban mis reacciones y acomodaban en su cabeza mis respuestas creándose una opinión de mí. En un par de ocasiones noté como alguno de ellos me recorría con la mirada creándose una imagen mental de mi cuerpo sin las decoraciones que yo le había escogido.
Al fin pasamos al comedor. En cuanto nos acercamos a la mesa, Claudio me ofreció una de las sillas. Yo, acostumbrada a leer sus movimientos, comprendí que estaba escogiendo de manera calculada mi lugar. Una vez sentada, me sorprendí cuando él ocupó el lugar justo enfrente. Junto a mí se sentó la única otra mujer en la reunión. Los otros tres hombres ocuparon los lugares en la cabecera y junto a él. Era claro que el vínculo entre nosotros les daba curiosidad. Claudio se mantuvo sonriente, observando e intervenía de vez en cuando en la plática. Ana es una eminencia en su campo, yo sonreía cohibida mientras respondía un mar de preguntas curiosas. Ella es casada, me sonrojaba y explicaba lo mejor que podía mi situación. Su esposo sabe que pasará conmigo el fin de semana, yo le dirigí una mirada pudorosa. Me sentía desnuda frente a un grupo de personas escondiendo secretos detrás de su elegancia. La vergüenza me mareaba. Me sentía presumida como trofeo y completamente expuesta. Después de un rato, pasamos a otros temas. Poco a poco salí del reflector y recuperé mi tranquilidad.
Ya habíamos bebido bastante cuando llegamos al postre. Hablábamos de moda y de cómo había prendas cuya intención más que cubrir era resaltar la anatomía. A veces lo interesante no es ver el cuerpo desnudo sino adivinarlo bajo la ropa, decía uno de ellos. Se trata de manipular, respondió Claudio. Los escotes son como flechas que apuntan justo al lugar donde acaba la piel y empieza la fantasía, agregó otro.
Al terminar la frase noté que Claudio me dirigía una mirada seria. Era uno de esos momentos en los que me hacía temblar tan sólo de imaginar lo que traía en mente. Esperé con los ojos bien abiertos. En cuanto los demás lo notaron, se hizo el silencio. Levantó su mano derecha y con su dedo índice señaló hacia abajo. Mis ojos se abrieron aún más. No podía creer lo que me pedía.
A él no le gustaban los dulces, prefería terminar las comidas de otra forma: el postre siempre era yo. Pero ¿ahí? ¿frente a todos? Lo miré esperando que en cualquier momento soltara una carcajada y todo fuera una broma. Él no se inmutó. Su mano seguía apuntando hacia abajo.
Agaché la cabeza tratando de esquivar las miradas que me rodeaban, deslicé la silla hacia atrás y bajé hasta el piso. A gatas avancé por debajo de la mesa hasta encontrarme entre sus piernas abiertas. Se hizo el silencio. Coloqué mi rostro contra su entrepierna y encontré su miembro ya duro. Me restregué contra él moviendo lentamente mi cabeza de un lado a otro. Alcancé a escuchar una tímida risa femenina y alguien lo felicitó por la refinación de sus placeres. Después, otra vez silencio. Claudio retomó la conversación que se interrumpía de vez en cuando para darle espacio a las insinuaciones sexuales de sus amigos.
Lentamente abrí la bragueta tratando de no hacer ruido, como si con el silencio pudiera hacerles pensar que nada estaba sucediendo. Hice a un lado la trusa y liberé su erección. Mi cuerpo excitado reproducía los movimientos que gracias a la experiencia hacía ya en automático. Mi cabeza daba vueltas. Me invadía la humillación y al mismo tiempo el vértigo de la libertad. Me excitaba imaginar a los otros hombres deseando ser él y a su amiga, queriendo tener el valor de ofrecerse como yo. De una forma extraña, el soportar la vergüenza y la vulnerabilidad me hacía sentir poderosa y eso me calentaba.
Lamí su sexo de abajo a arriba, lo lubriqué con las gotas que él mismo derramó. Me antojé con la punta de su verga hinchada. Sentí una de sus manos sobre mi cabeza acariciándome, señal de que estaba satisfecho. Después, su mano empezó a marcarme el ritmo. Lo recibía todo, profundo hasta la garganta mientras con una de mis manos me apoyaba en el piso y con la otra le acariciaba suavemente la entrepierna por encima del pantalón.
Nuestro anfitrión anunció que traería el café. Desde la cocina, su perspectiva de lo que ocurría bajo la mesa cambió y me pregunté si apreciar el espectáculo desde allá habría sido su intención. Una ola caliente recorrió mi cuerpo ante esa posibilidad. Cualquier sentimiento contribuía a mi excitación.
Poco a poco Claudio redujo la velocidad de mis movimientos y terminé lamiendo su miembro erguido, rodeándolo suavemente con la punta de mi lengua. Una conversación animada que no recuerdo seguía ocurriendo sobre la mesa. Unos minutos después, me dio dos golpecitos en la cabeza y dijo en voz alta, ya llegó tu café.
Mientras él se acomodaba la ropa, me eché hacia atrás y respiré profundo. Me levanté despacio, estaba mareada. Retomé mi lugar en la mesa, acomodé la silla, pasé las manos por mi cabello y me alisé la ropa. Después de unos segundos de silencio levanté la cabeza y miré a Claudio. Muy bien, niña, dijo orgulloso al tiempo que me guiñaba un ojo. Su gesto iluminó mi rostro y me animó a mirar al resto de los invitados. Me topé con sus ojos sorprendidos y antojados. Segundos después, me giré hacia la mujer a mi lado y retomé nuestra conversación acerca de la moda. Con una sonrisa pícara dije, todos tratamos de adivinar lo encubierto; completamos lo que no vemos con nuestra imaginación.
Por: Tayel